sábado, 31 de enero de 2015

Ida (2013)

CURSO 2014-2015. SESIÓN 14

Título original: Ida.
Fecha de emisión: 6 de febrero de 2015, a las 18:00 horas.
Lugar: Salón de actos del I.E.S. Cándido Marante Expósito.
Entrada gratuita. Proyección exclusiva a los miembros de la comunidad educativa del I.E.S. Cándido Marante Expósito. Largometraje expuesto en VO con subtítulos en español.
Presentación a cargo de Roberto A. Cabrera.



SINOPSIS

Polonia, 1960. Anna, una joven novicia que está a punto de hacerse monja, descubre un oscuro secreto de familia que data de la terrible época de la ocupación nazi.

TRÁILER



CRÍTICA 1

Lo primero que me sorprende en Ida, como profano en el cine de Pawel Pawlikowski, probablemente sea su aprovechamiento máximo del espacio. Después compruebo que también este detalle debería llamar la atención a los conocedores de su filmografía, pues al parecer el realizador polaco no se caracteriza por ese marcado rasgo estilístico, y este es el primer largometraje en el que se desprende de tantas cosas (música, color, movimientos de cámara…); A mí me resultó este hecho más inquietante que los planos fijos, también protagonistas de la película, o que la ausencia de música extradiegética. Los personajes ocupan casi todo el tiempo porciones mínimas de la pantalla, de modo que los entornos que los encierran parecen más grandes de lo que son realmente, cobrando un mayor protagonismo. El interior del convento, que poco tiene que ver con la película de 1977 del también polaco Walerian Borowczyk, pronto dará paso a los exteriores, y se repite la tónica de forma aún más exagerada.


Pero el film de Pawlikowski nos enseñará pronto que no todo es lo que parece. Descubriremos que la novicia Anna (Agata Trzebuchowska) se llama en realidad Ida y que es judía, que su tía Wanda (Agata Kulesza) es juez, y que fue una importante pieza del terror durante el estalinismo (no en vano la llamaban Wanda la roja), aunque inicialmente podríamos pensar que es prostituta, merced a su presentación con una pregunta capciosa a la joven, montada en paralelo con un hombre vistiéndose que sale de su dormitorio y de su casa. A medida que Ida y su tía van acercándose a su pasado, en busca de los padres de la novicia, de conocer cual fue su destino y donde están enterrados, se introducen algunos primeros planos, mostrando así que no todo es blanco o negro (salvo la fotografía de la película) y llenando con sus rostros la pantalla en contraposición a las impresiones iniciales, pero que también dejan un poso de extrañeza en el espectador, pues no se trata de primeros planos al uso, sino que se quedan con la parte superior de la cabeza, cortándolas de un modo antiestético y por tanto llamativo.

La película planea sobre el tema del holocausto, sobre la culpa y sobre el olvido, que se confunde en difusa frontera con el perdón. Ahí está la secuencia del actual dueño de la casa de los padres de Ida literalmente hundido en la tumba donde les enterró junto al hermano de la joven, mientras ella se aleja con los restos mortales sin mediar palabra cuando él confiesa que los mató él y no su padre. Pero Pawlikowski no parece construir su obra en torno a ese tema, y tampoco es que pretenda constituir solo una obra formal. A medida que sortea las trampas de los lugares comunes, esquivándolos, aunque sea para luego volver a caer en ellos pero de una forma mucho más natural (Ida se duerme cuando escucha la música de la fiesta mientras su tía se divierte abajo, pero cuando sube y discute con ella, baja y conversa con el saxofonista) consigue que nos adueñemos de la historia, sensibilizándonos, que nos creamos la reconversión de Ida, que finalmente parece seguir los pasos de Wanda, aunque en consonancia con la frase que esta le dice al poco de conocerla sobre los pensamientos y los actos impuros, sobre tenerlos y hacerlos, para saber al menos cuál es su sacrificio al entregarse a la vida religiosa, en el fondo sabemos qué podría ocurrir al final, un desenlace también llamativo, por su brusca oposición al resto del film, en el que una cámara en mano temblorosa sigue los pasos de una Ida con las ideas mucho más claras, y una certeza que antes no tenía.

Sergio Vargas (miradas.net)


CRITICA 2

Hay algo en el comienzo de Ida que rememora al comienzo de la novela Los hermosos años del castigo de la escritora suiza Fleur Jaeggy. El relato introspectivo, la crudeza de la atmósfera, la soledad gélida de los personajes, y una belleza encubierta entre muros de hormigón vociferando que está a punto de pulverizarnos.

Antes de realizar sus votos, Ana, una joven novicia, debe conocer a su único familiar vivo, su tía, Wanda Gruz (Agata Kulesza), una antigua jueza del partido comunista, conocida como Wanda la Roja, que debido a su impetuosa actitud acaba como magistrada local. Wanda la Roja no se preocupará en camuflar fervor por las debilidades carnales, entrega y dedicación a las bebidas espirituosas acompañadas de una misantropía inmutable, entre otras pasiones demoníacas.

A través de su tía, Ana accede a una única y elemental verdad: su verdadero nombre es Ida Lebenstein, y es judía. Ana es una monja judía. Tal descubrimiento embarca a los dos personajes en una especie de road movie minimalista y austera que se tambalea entre el dogma y la evidencia.


Ida comienza con un blanco y negro solemne, sobriedad adecuada para mostrarnos el convento, entramos en un estado onírico muy alejado del cine, es el estadio lírico pictórico, la cámara moldea las imágenes y nos vienen a la cabeza sin quererlo, bueno, un poco sí que se quiere, flashes de Pickpocket (Robert Bresson, 1959), Ordet (Carl Theodor Dreyer, 1955), Andrei Rublev (Andrei Tarkovsky, 1966) o Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963), sí, no hay vuelta atrás, la comparación con el adorado Bergman ya está hecha. Un blanco y negro que siempre tiene las de encandilar al cinéfilo nostálgico y un formato no apto para bucólicos, el 4:3 fundido con un ritmo pausado y lánguido y una protagonista, Agata Trzebuchowska, que como si de una Mouchette novicia se tratase, ha sabido proyectar el espíritu cándido del este, perdido y romántico, como un Robert Walser sepultado en la nieve.

Ida podría haber sido el resultado de un jansenista preocupado por el ascetismo espiritual, como era Bresson, o también podría haber sido el producto de un autor traumatizado por la fe, o la ausencia de la misma, como era el gran danés Carl Theodor Dreyer. Pero dejemos la quimera para otros, Ida nace de Pawel Pawlikowski.

La significación del estatismo del espacio y de los personajes será uno de los núcleos duros de la base armoniosa del metraje y de la fotografía de Ryszard Lenczewski, colaborador de Pawlikowski en anteriores películas. El retrato fotográfico en el caso de Ida posee una fuerte representación estética y ética, imágenes absoluta y sobre todo poderosamente necesarias, como lo eran para el ya evocado Robert Bresson cuando sentenciaba: “La pintura me enseñó a hacer, no imágenes hermosas, sino necesarias”. Esto es, más allá del ascetismo, se encuentra lo imperiosamente primordial,y lo ineludible para Lenczewski es el ambiente devastado y una Polonia sin identidad con una fe falseada por la desolación histórica.

Ida explora con mirada sombría y expectante cada rincón una vez que sale del convento, porque una cosa es ver el mundo recluida entre esas paredes grises y duras, y otra muy distinta es ver el mundo en todo su esplendor, en toda su galantería y mundanidad. Volvemos a Andrei Rublev, porque Ida sufre un proceso semejante al del pintor renacentista que, al salir de su aislamiento vislumbra el mundo al fin, percibiendo la imperfección humana con la consecuente crisis de fe.


Esta es la quinta película de Pawlikowski, que se consagró casualmente con filmes que tienen reminiscencias del cine británico, alejado de la herencia del Este cinematográfico que atrapa a Ida. Last Resort (2000) está más cerca de Sweet Sixteen (aunque en este caso, sería Loach quien recuerda a Pawlikowski, pues la película del inglés es posterior), Women in the fifth (2011) en ocasiones se asemeja al rigor disciplinado de Haneke en Caché y My summer of love (2004) podría ser una película de Ken Loach por las formas, Criaturas Celestiales (Heavenly creatures, Peter Jackson, 1994) por el fondo. Reminiscencias, principalmente en el aspecto formal, de Haneke, Loach en sus anteriores filmes y de Dreyer, Béla Tarr o Sokurov en Ida.

Así es cómo Pawlikowski nos evoca todo lo cinematográficamente cruento y lo bello. Pawlikowski nos ama a su manera, pausada y estoica, de ahí que su cine sea un cine de reflexión y choques, como lo es Ida, grisácea, extraña y etérea, Ida es la Polonia de los álbumes de fotos, y de otra parte Wanda, con quien todos nos sentimos identificados porque resulta ser la más humana, porque es brutalmente honesta y va voceando por las esquinas las certezas existenciales. Wanda la Roja gusta a todos, incluido Jesús. C’est la vie, dirá. Wanda conlleva la dualidad que supone formar parte de las reliquias del pasado y desear a pleno pulmón lo que nacía en un contexto histórico amalgamado como fue la Polonia de los 60. Wanda lo es todo, el beatnick, la música de Coltrane y también Mouchette. “¿Y si vas y descubres que Dios no existe?”, preguntará Wanda la Roja.

Ida es una oda a lo de siempre, a lo que siempre nos cuentan y nunca nos cansaremos de oír, a las raíces, a la historia del mítico eterno retorno pero sobre todo es una apología de la verdad. Un cine maduro cargado de comunicación, pese a las pocas palabras utilizadas, que son las justas, están cargadas de significación, no se quiebran y un final ornamentado por un blanco invernal inmerso en un camino en búsqueda de la libertad, como en las road movies, deambulador y clamoroso por la vida, como Walser.

María Caballero (cinedivergente.com)


ENTREVISTA AL DIRECTOR

Con el cambio de siglo, el cine polaco ha perdido relieve en detrimento de otras latitudes de Europa que, con el beneplácito de los festivales, se han erigido en puerta de entrada para nuevas miradas cinematográficas. Sin Zulawski, con Wajda apurando sus últimos años de carrera y Skolimowski trazando itinerarios que tan pronto le han llevado a Varsovia  como a Noruega, una joven camada de cineastas ha aprovechado la situación para tomar el testigo e invitar a descubrir, como apuntan las recientes muestras en Filmoteca, una cinematografía que ha continuado silenciosamente con su trabajo. Pawel Pawlikowski se encuentra entre ambas generaciones. Huyó de la Polonia comunista siendo apenas un adolescente, en un trayecto que le condujo a través de diferentes países hasta afincarse provisionalmente en Francia. Su carrera, forjada desde sus inicios en el territorio documental, también le ha llevado a picotear entre géneros y cinematografías. Así hasta completar su ciclo vital y regresar a Polonia para filmar la primera película en su tierra natal. Se trata de Ida, la historia de dos mujeres enfrentadas a una crisis de identidad en la complicada década de los 60, uno de esos largometrajes tan bellos como hirientes que aúnan una honda reflexión humana con un preciso trabajo estético. A propósito de este último largometraje hablamos con Pawlikowksi sobre el estilo, su pasado como documentalista, la importancia de la transición a la madurez, el uso del encuadre y el sonido en el filme y la actualidad del cine polaco.

EL ORIGEN DE IDA, EL ESTILO Y EL PASADO COMO DOCUMENTALISTA

Quería hacer una película en Polonia sobre un período que me interesaba mucho, una época con la que me siento muy unido, mi niñez. Así que suponía el regreso a mi país natal y a una etapa muy concreta de mi vida. Sentía la imperiosa necesidad de hacer esto. También estaba interesado en cuestiones religiosas, en qué significaba ser religioso en Polonia, si tenías que ser polaco para ser católico, o si tenías que ser católico para ser polaco, o descubrir si había algo más trascendental que eso. Quería hacer una película sobre una vida complicada, una vida que tiene muchas vidas dentro de ella. Hablo del personaje de Wanda, una mujer muy cálida y muy vivaz que también puede ser un monstruo. De hecho fue un monstruo, y en algunos momentos puede volver a serlo. También de Ida, la que siente más fuerte su fe, independientemente de la nacionalidad o del linaje, por lo que su crisis de identidad no la destruye. Quería hacer una película universal partiendo de un tiempo y un lugar muy concretos y planteando cuestiones como la identidad, la fe o las paradojas de la vida.

Nunca he planteado ninguna película como un ejercicio de estilo. Este fue resultado de toda mi investigación previa. Quería que la película fuera una meditación acerca de las cosas que he mencionado. El estilo emerge de eso. No pretendía que fuera un filme con una narrativa normal, siempre intento trabajar en proyectos que sean un poco oblicuos, poéticos, imaginativos, pero en este caso quería llevar este planteamiento incluso más lejos de lo que lo había hecho hasta ahora. Así que, definitivamente, no es un ejercicio de estilo. Cuando la gente dice eso me enfado, porque significa que no he conseguido mi propósito. Quería que fuera conmovedora, no la fría composición de un cineasta raro.

Cada película es como un viaje, el descubrimiento de América. Viajas a India y descubres América. Todas las que he hecho han tenido tres fases: ese entusiasmo de los comienzos, la crisis de la mediana edad y un final glorioso o desastroso. Tienen vida propia porque suponen, al menos, un año y medio de tu vida. Cada una de mis películas es como una huella en mi viaje vital. Hago filmes para ganarme la vida, pero no lo hago profesionalmente, soy un amateur. Todas las películas que he filmado he deseado hacerlas, cada una en su momento, son marcas de dónde estoy en cada etapa de mi vida.

El documental tenía que ver con una etapa de mi vida en la que estaba interesado en el mundo de fuera más de lo que lo estoy en este momento. Ahora miro al mundo y estoy alucinando. No conseguiría sacar nada con sentido de lo que está ocurriendo ahora mismo. Cuando rodé los documentales, el mundo también era difícil pero no estaba tan mediatizado. Ahora hay cámaras en todos lados y nadie da sentido a nada, es una guerra de desinformación total la que sufrimos hoy en día. Otro tipo suelto por ahí con una cámara es algo ridículo, no tengo ninguna necesidad de ser ese tipo. Por otra parte, también tiene que ver con mi edad; el documental es como el deporte de un hombre joven para mí; desaparecer en algún lugar durante medio año para rodar… Prefiero tumbarme en el sofá y pensar en mi próxima película.



LA ADOLESCENCIA Y EL PASO A LA MADUREZ

Dos de mis películas anteriores, Twokers y My Summer of Love, trataban ese paso, pero también eran paisajes ahistóricos. En Ida, en cambio, el paisaje está lleno de Historia. Es una nueva desviación en mi filmografía. Siempre he evitado la Historia en mis películas de ficción porque pensaba en lo difícil que es explicarle el contexto a los distintos públicos que puedes tener. Si sitúas tu relato en un momento histórico relevante, tienes que explicarlo y, cuando tienes que explicar algo en cualquier expresión artística, pierdes. Con esta película pensé “vale, no voy a explicar nada del contexto histórico”, y al final ha funcionado, por lo que parece.

EL AIRE EN LOS ENCUADRES, LA INFLUENCIA DE WAJDA Y LA IMPORTANCIA DEL SONIDO

Ese tipo de encuadre, con tanto aire por arriba, no estaba ahí en mi idea inicial. Fue algo que descubrí durante los ensayos. Estaba trabajando con los actores, buscando encuadres que me funcionaran con sus rostros y sus cuerpos, y uno de esos días le pedí al operador de cámara que picara la cámara hacia arriba para ver cómo quedaba. Y parecía interesante. Era algo intuitivo y seguí adelante con ello. Pero en términos de planos estáticos, eso lo tenía pensado desde el principio, y el formato cuadrado también desde muy pronto. Es complicado porque con este formato no puedes tener paisajes, o tienes que ingeniártelas para tenerlos, y, sin embargo, es muy bueno para los rostros. A Bergman le funcionaba en los años 60. Cuando te enfrentas a planos generales es muy limitante, te sientes frustrado porque no puedes enseñar el panorama, lo que rodea a los actores. Lo único que puedes enseñar son panoramas verticales y los personajes, en vez de perderse horizontalmente, se pierden verticalmente.

Quizá la atmósfera sí pueda recordar a Cenizas y diamantes. Wajda y su operador utilizaban una gran profundidad de campo y composiciones muy barrocas, con un primer plano muy despejado y cosas ocurriendo en segundo plano. Vieron mucho Ciudadano Kane en Polonia por esa época, puede que demasiado. La película de Wajda era muy enfática y expresiva, mientras que la mía es más oblicua, como si miráramos por un cristal. Así que un hotel de provincias en Polonia aparece como debía ser en aquel momento. No está tan relacionado con Cenizas y diamantes como con mis propios recuerdos, de ir con mi padre a un hotel en mitad de la nada siendo yo un niño.

En cierta manera, las imágenes fuertes dictan un tipo determinado de sonido, sobre todo si has decidido no mover la cámara y no capturas lo que está fuera de campo. Mi mezclador de sonido al principio estaba sorprendido. Cuando haces sonido para una película en la que hay acción y la cámara se mueve constantemente, es bastante fácil, puedes tapar los errores, puedes hacer trampas más fácilmente. Si no hay movimiento y hay pocos elementos en el plano, cada sonido se convierte en algo dramático. Tienes que decidir cómo suenan las cucharas en el convento, qué matiz de agudo le quieres dar o si necesitas otro sonido para encubrir algo que no te gusta. Es una gran cosa, una algo importante. Cuando dos personajes hablan hay ciertas pausas en el diálogo, si tienes un coche pasando en la lejanía se convierte en algo significativo. No sé lo que significa, pero se convierte en algo hipnótico. Si tienes demasiados coches está mal, si no tienes ninguno también, así que es una cuestión de forma y volumen. Hay mucho trabajo en el sonido de Ida, quería que fuera la música de la película. No quería componer algo específico, quería cada sonido, el tranvía en la distancia o un grifo goteando. Quería sonidos que fueran permanentemente sugerentes, pero no intrusivos, lo que es muy difícil. Y cuando suena la música, no es una banda sonora, sino música diegética.



EL REGRESO A POLONIA Y LA ACTUALIDAD DEL CINE POLACO

Nada ocurre así de pronto, yo llevaba tiempo dirigiéndome hacia esa dirección. He vivido en Gran Bretaña la mayor parte de mi vida, me fui de allí hace tres o cuatro años para vivir en París. Con la edad puedes volver sobre tu pasado, cada vez más, así que es una decisión que estuvo largo tiempo creciendo dentro de mí. He seguido viniendo a Varsovia regularmente, pero llegó un momento concreto en el que sentí la necesidad de hacer una película sobre los años 60 en Polonia.

Después de la crisis de estos últimos 20 años, el cine polaco está yendo mejor. El nivel está subiendo, no hay tantas obras excepcionales, pero hay un par de cineastas que son interesantes. Está mejorando en líneas generales pero no sueles ver películas polacas en festivales de cine. El problema puede ser que la mayoría de películas no son lo suficientemente atrevidas,  tampoco hay una moda de cine polaco… En Cannes y otros sitios parece haber apetito sólo para las películas asiáticas o rumanas, es algo que tiene que ver con modas. Así que si se hace alguna buena película en Polonia, probablemente no te enterarás nunca. Pero tampoco importa tanto. El público allí va a ver películas polacas y eso sí que es importante.

Ismael Marinero (miradas.net)


La Cena de los Idiotas (1998)

CURSO 2014-2015. SESIÓN 13

Título original: Le Dîner de Cons.
Fecha de emisión: 16 de enero de 2015, a las 17:30 horas.
Lugar: Salón de actos del I.E.S Cándido Marante Expósito.
Entrada gratuita. Proyección exclusiva a los miembros de la comunidad educativa del I.E.S Cándido Marante Expósito. Largometraje expuesto en VO con subtítulos en español.
Presentación a cargo de Roberto A. Cabrera.



SINOPSIS

Para Pierre Brochant y sus amigos el miércoles es el día de los idiotas. La idea es simple: cada uno debe llevar como invitado al mayor idiota que encuentre. El ganador será el que lleve a la cena al idiota más espectacular. Esa noche, Brochant está pletórico: ha encontrado una auténtica joya. Un idiota redomado. François Pignon, un chupatintas del Ministerio de Finanzas, es un hombre apasionado por sus construcciones hechas a base de cerillas. Lo que Brochant ignora es que Pignon es un auténtico gafe, un maestro en el arte de provocar catástrofes.

TRÁILER



CRÍTICA

Hace poco, en una de esas charlas que se mantienen en la calidad de un café bar, entre cervezas, cafés, sustancias innombrables, y por supuesto, entre amistades que valen su peso en oro, hablábamos de que todo el mundo tiene una película famosa que no ha visto. Conozco a gente que aún no ha visto las películas de Star Wars, ‘Casablanca’ o ‘Los 7 samurais’, por poner ejemplos varios y diversos. Entre los cinéfilos más experimentados también existe ésa, o esas, películas, que por una razón u otra, permanecen en el cajón de las cuentas pendientes.

En mi caso particular, ‘La cena de los idiotas’ es (era) una de las películas que aún no había visto, y que cuando me preguntaban por ella, se sorprendían al revelarles que aún tenía que ponerme a verla para poder hablar sobre ella. Hace nada, dicha película cayó en mis manos por vías extrañas e inesperadas, y como no me gusta poseer lo ajeno demasiado tiempo en mi poder (por eso nunca pido nada, y menos películas), me apresuré a visionar un film que me proporcionó las risas más desternillantes que haya soltado en los últimos años. Y es que la comedia es, probablemente, el género más difícil de realizar en la actualidad.


La buena comedia, aquella que individuos como Chaplin, Wilder, Lubitsch, Edwards, Sturges, Leisen, Berlanga, y un sinfín más, elevaron a la categoría de grande, parece haberse perdido en el olvido, y al igual que en el resto de géneros, pero más en éste por conservar aún el respaldo del gran público, han sucumbido a una trivialización del mismo, convirtiéndose en una parodia de sí mismo con monigotes en vez de personajes y con temas más simples que un botijo. Atrás queda el hombre corriente, a través del cual se denunciaba algún tema de índole demasiado seria, que vertida por el colador de la comedia, alcanzaba niveles hilarantes, logrando que el espectador no sólo se olvidase de sus problemas, sino que se riera de ellos (tal y como demostró Preston Sturges en cierta película que no es necesario nombrar, la risa es más necesaria que nunca).

Precisamente ‘La cena de los idiotas’ devuelve algo del esplendor perdido a la buena y gran comedia. Su premisa parte de la idea que unos hombres de éxito de París, tiene todas las semanas: se reúnen para cenar invitando cada uno de ellos a la persona más estúpida que conozcan, para reírse de ella, sin que ésta lo sepa, evidentemente. Pierre, uno de los hombres que se apuntan puntualmente a la malévola, perversa y casi sádica costumbre, conoce por recomendación a una persona, François Pignon (nombre muy utilizado por Veber en su filmografía), que entra de lleno en su perfil para presentar a sus amigos al ser más imbécil que habita el planeta Tierra. Lo citará en su casa antes de acudir a la cena, para conocerle, pero allí las cosas darán un giro totalmente inesperado.

Una trama sencilla, de la que Veber se vale para hablar de cosas como la diferencia de clases, los prejuicios, y sobre todo el amor. Diferencia de clases porque en todo momento Pierre cree estar siempre por encima de todo aquel cuya condición social no sea la misma que la de él, obviando las necesidades y sentimientos de los que le rodean. Prejuicios por pensar que una persona con raras costumbres (en este caso maquetas realizadas con cerillas) es idiota sin remedio. El amor siempre está presente en la trama: Pignon se dedica a sus maquetas por el abandono hace años de su mujer, y Pierre está a punto de experimentar lo mismo, dándose cuenta de que por amor será capaz de hacer las cosas más idiotas que nunca haya pensado. Es aquí cuando Veber realiza la propuesta más inteligente del film: el idiota pasa a ser el inteligente, y el inteligente pasa a ser el tonto. Ambos se pondrán en los zapatos del otro (en plan Atticus Finch) y sobre todo Pierre comprobará que la vida no es tan simple y fácil de manejar.


Veber condensa en poco menos de hora y media toda la acción del film, que se desarrollará en el apartamento de lujo de Pierre. Un ritmo perfecto marcado por tres hilarantes conversaciones telefónicas y la incursión de varios personajes más, algunos con mayor importancia que otros. Al respecto, cabe señalar, que si la participación del mejor amigo de Pignon, también inspector de Hacienda, provoca momentos inolvidables, el que aparezca uno de los amigos de Pierre, o la amante de éste, no está tan aprovechado e incluso dichos personajes no aportan nada de interés a la trama.

‘La cena de los idiotas’ es probablemente la mejor película de Francis Veber, quien nunca pareció tan seguro de sí mismo manejando el material que tiene entre manos. No en vano, fue el propio Veber quien escribió la obra teatral en la que se basa el film, y que también fue interpretada por Jacques Villeret, dando vida al entrañable François Pignon. El actor se gana enseguida la simpatía del público, y su rostro es la perfecta representación, no sólo de la idiotez (sus caras después de haber metido la pata por teléfono son impagables), sino de la bondad y comprensión humana (a pesar de descubrir que su anfitrión iba a reírse de él en una cena, no le desea ningún mal e intenta arreglarle sus problemas emocionales en una conversación telefónica de distinta intención a las previas). Su antagonista, Thierry Lhermitte no llega a estar a su altura; sólo Daniel Prévost, que da vida a un implacable inspector de Hacienda, logra brillar con la misma intensidad que Villeret, en la piel de un personaje tan extravagante como él.

Para reírse sin prejuicios de nosotros mismos, para acabar el día con una sonrisa en la boca y comprobar que en vez de amargarnos por nuestros problemas, podemos enfrentarnos a ellos con sentido del humor. Suenan rumores para un futuro remake norteamericano, también dirigido por el propio Veber. ¿Es necesario? No respondáis, es una pregunta retórica.

Alberto Abuín (blogdecine.com)