martes, 2 de junio de 2015

El Niño de la Bicicleta (2011)

CURSO 2014-2015. SESIÓN 17

Título original: Le gamin au vélo.
Fecha de emisión: 19 de junio de 2015, a las 17:00 horas.
Lugar: Salón de actos del I.E.S. Cándido Marante Expósito.
Entrada gratuita. Proyección exclusiva para los miembros de la comunidad educativa del I.E.S. Cándido Marante Expósito. Largometraje expuesto en VO con subtítulos en español.
Presentación a cargo de Roberto A. Cabrera.


SINOPSIS

Cyril, un niño de once años, se escapa del hogar de acogida, donde su padre lo dejó después de prometerle que volvería a buscarlo. Lo que Cyril se propone es encontrarlo. Después de llamar en vano a la puerta del apartamento donde vivían, para eludir la persecución del personal del hospicio, se refugia en un gabinete médico y se echa en brazos de una joven sentada en la sala de espera. Así es como, por pura casualidad, conoce a Samantha, una peluquera que le permite quedarse con ella los fines de semana.

TRÁILER




CRÍTICA 1




La tónica general -o, por lo menos, a la que estamos más acostumbrados-, respecto a los dramas que giran alrededor de niños o adolescentes, está dominada por la zozobra vital o la crudeza de unas situaciones que, en el mejor de los casos, solo ponen a prueba el instinto de supervivencia -en una aplicación más psicológica que física- a los seres humanos más frágiles. Este es un tema que ha llegado a obsesionar a los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne; basta con un vistazo a cualquiera de las premiadas películas que componen su obra. Sin embargo, ese distintivo autoral, basado en la reiteración de un único planteamiento formal y temático que parece nunca gozará de un arte final, tiende a suministrar un plus de hostilidad al entorno de los chicos, en forma de relaciones conflictivas y negligencias y disfunciones parentales.

El niño de la bicicleta se acoge convenientemente a este patrón discursivo y, pese a su línea pesimista, desarrolla con campechanía y sin mohines un conmovedor guión que define el amor como una necesidad vital innata a la persona. El propósito de los directores es la simple exposición de un mensaje de auxilio sobre el aislamiento amoroso y la soledad, tan comunes en la sociedad moderna, sin adscribirse a ideologías ni liarse en rodeos o ambigüedades. La claridad es sinónimo de brevedad; bastan unas pocas escenas para caracterizar a los personajes: Cyril encuentra en Samantha, la primera desconocida que se interesa por él, el cariño que no recibe de un padre que le ve como un estorbo. Samantha, por la parte que le toca, es puro afecto: un personaje sin presentación que, tras una irrupción casual en la trama, no pone trabas para acoger al niño desde su primer encuentro. Más tarde, se confirma la sospecha sobre tan chocante tolerancia; Samantha tiene pareja, pero su privación afectiva procede de la ausencia de un destinatario de su amor maternal (estupenda la escena en la que establece sus prioridades decantándose por Cyril).


Lo más curioso de El niño de la bicicleta es su voluntad protestona, eficiente pero libre de efectismos, su capacidad realista para aludir a numerosas polémicas sociales con una morosidad narrativa -sobre la palabra, que no sobre el discurso- tan drástica (arrítmica y letárgica cadencia, frecuente en el cine de los Dardenne y uno de los principales objetos de crítica para sus detractores) y un croquis argumental tan conciso y elemental, donde toda escena es consecuencia directa de su anterior inmediata. Las deficiencias en la educación de una generación criada por los videojuegos (aunque suene a tópico "pureta") tienen su germen en la incapacidad de unos padres novatos -como los de la brillante El niño (L'enfant, 2005)-, que vieron prolongada su adolescencia y apenas alcanzaron la madurez. Los directores no cuestionan la dificultad de la paternidad, mas sí lanzan su dedo contra aquel que "tira la toalla", omitiendo unos motivos inexistentes. La apática falta de estímulo en unas vidas demasiado fáciles, que de pronto se volvieron demasiado difíciles, es razón suficiente para obviar la importancia de las cosas, tirar por el camino cómodo y no encarar los demonios personales.

Esta función de denuncia guarda una estrecha relación de dependencia con la bicicleta del título. Es mucho más que una bicicleta, todo gira en torno a ella como personaje omnipresente, como hilo conductor y como separador de fases argumentales. Es el pretexto inicial para que el niño busque a su padre y proporciona la clave para su hallazgo, además de actuar como primer nexo de una relación futurible, entre Cyril y Samantha. El tiempo la hará mutar en inmejorable vehículo para desaparecer y empezar desde cero. Pero también, desempeñará un papel de demiurgo que tienta para espolear las decisiones que moldearán la personalidad. Es ley de vida, equivocarse para aprender, y los Dardenne quieren hacer hincapié en ello, suavizando la tentación, con un mal muy subliminal, no terminantemente nefasto, para evidenciar la presencia de un enemigo más duro en el interior de cada uno. A tal solemnidad conceptual le corresponde una expresión silenciosa y serena, solo violada por unas transiciones musicales que se encargan de subrayar unos figurados capítulos configurados como una tortuosa escalada de una psicología dividida en niveles.


La exclusión de todo alambique estilístico liberaba de cepos narrativos una trama que emanaba un hedor a tragedia desde la resolución de un conflicto suave como la amenaza de sus propias secuelas. Y no se sufre por el peligro que acecha al chaval, sino por la contingencia de lo que sería una despreciable y gratuita moralina. Conscientes de ello, los Dardenne resucitan a su protagonista con un nuevo perfil fraguado por la experiencia. El niño serio ya sonríe. 

Javier Moral (elespectadorimaginario.com)


CRÍTICA 2



Cuando se habla de cine combativo, comprometido y reivindicativo salen a la palestra una plétora de autores (no sólo) europeos que a lo largo de su filmografía abordaron distintos conflictos sociales. Ken Loach, Robert Guédiguian, Constantin Costa-Gavras, Fernando León de Aranoa y, cómo no, los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne son algunos de ellos. Cada uno con su estilo, cada uno centrado en sus parcelas de interés. Unos comprometidos con las condiciones de vida de los trabajadores, con los sectores más marginales de la sociedad y otros con los avatares políticos. Los hermanos Dardenne, que son los que nos ocupan, han desarrollado más de dos décadas de cine social, sin ánimo alguno de encasillarlos con etiquetas. Una filmografía reconocible. Con denominación de origen. Sus películas son retratos enérgicos, repletos de personajes, preferiblemente jóvenes, marginales y excluidos. Con un estilo formal y narrativo muy diáfanos. Filmes en los que forma y fondo van de la mano. Un universo cinematográfico que ha contado con el reconocimiento de una Espiga de Oro como Mejor película en la Seminci de Valladolid –La promesa (1996) con la que obtuvieron, por primera vez, el beneplácito de la crítica internacional y consolidaron un estilo propio–, dos Palmas de Oro en Cannes –Rosetta (1999) y El niño (2005)– y un Gran premio del jurado, también en el Festival de Cannes –El niño de la bicicleta (2011)–.


Con ésta última los hermanos Dardenne, continuistas en esencia, rompieron con algunas de las premisas de su cine para contar, citando sus propias palabras, "un cuento de hadas". El protagonista es un crío, Cyril, que se encuentra en un hogar de acogida. Su padre lo abandonó con la promesa de regresar pasado un tiempo. Su mayor fijación es recuperar su bicicleta negra y emprender la búsqueda de su progenitor. En medio de esa pesquisa, en pos de su pequeño tesoro de dos ruedas, conoce por casualidad a Samantha, una peluquera del barrio. Ella, en un acto de altruismo bellísimo, decide acogerlo durante los fines de semana. Este es el punto de partida de la historia más conmovedora, que no sentimentalista, de la filmografía de los belgas. No sé si su mejor película, pero posiblemente la más brillante, en todos los sentidos. Adolece de ciertos recursos manidos, faltos de originalidad. Más bien redundantes a lo largo de su obra –como esos padres desmesuradamente fríos y distantes, capaces de abandonar a sus hijos por un futuro mejor o un puñado de euros, sin derramar una mísera lágrima–. También hay alguna que otro disyuntiva desatinadamente previsible y maniquea. Incluso un joven camello excesivamente caricaturesco y parodiable, en el que Cyril busca un sucedáneo paternal. Hasta aquí, lo más negativo.


¿Por qué, entonces, la más brillante? Sin atender a valoraciones subjetivas, es una evidencia que es más luminosa que sus películas anteriores. No existe esa atmósfera gris, apagada, deprimente. La fotografía es muy alegre. Ambos directores rodaron en verano con el objetivo de hacer un filme con más brillo, con más colorido. En consonancia con una visión menos pesimista de la realidad. Acorde con el mensaje de amor, bondad y solidaridad latente. Buscando imágenes menos sórdidas, enriqueciendo las escenas con una mayor carga expresiva a través de la música, algo prácticamente ausente en sus piezas anteriores. Hay también algunas variaciones técnicas, si bien es cierto que siguen abundando los primeros planos del protagonista, no existe esa suerte de cámara persecutoria de Rosetta o El hijo. Las escenas, a su vez, están rodadas a una altura diferente de lo que es habitual, con ángulos bajos; debido al simple deseo por parte de los realizadores de adoptar el punto de vista del niño. Todo está enfocado, sin una ternura azucarada, al optimismo –de ahí el personaje de Samantha, posiblemente el más bondadoso de cuantos hayan creado–. El mérito de la jugada, el secreto de su brillantez, reside en el no abandono de su universo descarnadamente realista –apunte subjetivo–. Enriquecieron su paleta de grises con tonos más cálidos. Un giro que sus fieles, y no tan fieles, agradecerán.



La historia es un peregrinaje cuya meta es el amor. Cyril anhela el regreso de su figura paterna y ante los múltiples desengaños picará de flor en flor en busca de reciprocidad afectiva. Desde su conflictividad inicial hasta la canalización de su ira. La acción se desarrolla prácticamente en tres espacios, la ciudad donde Cyril vivía con su padre, y con la peluquera más tarde; el bosque donde se encuentran los múltiples peligros; y la gasolinera, lugar de transición entre una etapa evolutiva y otra. Escenarios de un viaje plagado de obstáculos, donde la criatura sólo encuentra el manto protector de su hada madrina –Samantha–. Los hermanos Dardenne hablan, por primera vez, de la devoción afectiva como realidad latente. La filman. Desde la inocencia de un niño se dibuja la ética del desinterés. Una película pequeña que se agiganta a su fin por su carácter humano. Sin caer en la empalagoso ni en lo melodramático. Tan descriptiva como sus filmes anteriores, pero mucho más expresiva. Menos voraz. Tan espontánea como una sonrisa. Mérito no sólo de la pareja realizadora, también de los dos protagonistas. La naturalidad exhibida por Thomas Doret roza la epopeya –recuerda a la de los gemelos de Más allá de la vida (2010)–. Un ejercicio de realismo con dos caras, el lado áspero y el lado tierno. Una historia demoledora pero con margen para la redención. Quizás, no la mejor, pero sí la más bonita.


Andrés Tallón Castro (elantepenultimomohicano.com)