Título original: La isla mínima.
Fecha de emisión: 12 de febrero, a las 17:00 horas.
Lugar: Salón de actos del I.E.S. Cándido Marante Expósito.
Entrada gratuita. Proyección exclusiva para los miembros del I.E.S. Cándido Marante Expósito. Largometraje expuesto en español.
Presentación a cargo de Roberto A. Cabrera.
SINOPSIS
España, a comienzos de los años 80. Dos policías, ideológicamente opuestos, son enviados desde Madrid a un remoto pueblo del sur, situado en las marismas del Guadalquivir, para investigar la desaparición de dos chicas adolescentes. En una comunidad anclada en el pasado, tendrán que enfrentarse no sólo a un cruel asesino, sino también a sus propios fantasmas.
TRÁILER
CRÍTICA 1
La isla mínima es un clásico del cine policíaco en el que una pareja de inspectores contrapuestos en su forma de actuar y pensar se enfrenta a un asesino en serie. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Es de sobra conocida la dificultad de revisitar el thriller aportando algo de originalidad y sin embargo La isla mínima lo consigue: es una película del género en la que no aparece Morgan Freeman.
Bromas aparte, se trata de un film hipnótico, fascinante, bien dirigido y sobre todo, de una película con un gran equilibrio. Un equilibrio que comienza con la pareja protagonista, un policía joven y honesto interpretado por Raúl Arévalo y su compañero, un personaje más oscuro que viene del régimen franquista y que interpreta magistralmente Javier Gutierrez. Ambos bordan su papel, sin estridencias, con el diálogo justo, como si Richard Linklater y Wong Kar-Wai hubieran encontrado un punto intermedio conversacional.
Y el equilibrio sigue con la trama, plagada de elementos contextuales que sitúan al espectador en un tiempo: años ochenta, y un espacio: una aldea de las marismas del bajo Guadalquivir. Violencia machista, lucha sindical, droga y proxenetismo, son detalles que aparecen de soslayo en la película. No hay disonancias, ni dramas intimistas, ni circunloquios adolescentes para el lucimiento de los actores. En La isla mínima todo fluye, te atrapa, te mantiene en vilo. Los detalles están para situarte, son el territorio.
La recreación de los ochenta está bien conseguida, mención especial a las técnicas CSI de la época en lo referente a las escuchas telefónicas, tan cerca en el tiempo: apenas treinta años y tan lejos tecnológicamente al gran hermano que nos tienen organizados la NSA y adláteres.
La fotografía merece un capítulo aparte, donde destacan los cenitales del entorno del Parque de Doñana y la ribera del bajo Guadalquivir, que parecen sacados de un documental de National Geographic. El paisaje, a veces sereno como la Tierra de Medem, a veces asfixiante como los pantanos de Arde Mississippi o True detective, permite al director, Alberto Rodríguez, desarrollar la trama con las dosis justas de suspense.
De manera similar a lo que ocurre en Twin Peaks, en el pueblo todos tienen algo que ocultar; poco a poco irán aportando la información necesaria para desvelar el misterio. A pesar de ser una comunidad pequeña no sabemos quién es el asesino, no lo intuimos hasta el final y sin embargo todo encaja.
Los actores secundarios contribuyen a la verosimilitud de la trama huyendo de lo tópico y el folclore ligado a lo andaluz, no encontraremos a lo largo de toda la película un carro de caballos moviéndose al son de Los del Río, y algo aún más inverosímil, tampoco encontraremos ni una sola pegatina de coche con la efigie Camarón.
La isla mínima debería, definitivamente, reconciliarnos a todos con el cine español.
Ángel L. Fernández Recuero (jotdown.es)
CRÍTICA 2
En el 2014 se estrenaron varias cintas españolas que lograron poner en el punto de mira del público y crítica, el que casi siempre denostado cine patrio, a veces con razón, otras por la falta de autocrítica de la que hacemos gala tan descaradamente. A las imprescindibles ‘Magical Girl’ (Carles Vermut, 2014), o ’10.000 Km’ (Carlos Marques-Marcet’, 2014), apuestas arriesgadas de cara a ganarse el favor del siempre acomodado público, hay que sumar, dentro de un género más aceptado como el thriller, ‘La isla mínima’ (Alberto Rodríguez, 2014), que se edita esta semana en Blu-ray y está nominada a nada menos que 17 Goyas en la próxima edición de los Oscars españoles.
Con ella su director, cuya filmografía ha ido creciendo en interés con el paso de los años, y tanto en su anterior, y para mí magistral, ‘Grupo 7’ (2012) como en la que nos ocupa, Rodríguez indaga en nuestro pasado, encontrando en ambas ocasiones material más que suficiente para ofrecer al gran público dos thrillers intensos, magníficos, que bucean en nuestra memoria, encontrando algo más que la típica España que estamos acostumbrados a ofrecer, la de la pandereta. En tierras andaluzas, como en cualquier otro punto español, hay recovecos de historia, lugares y personajes que sirven para llenar mucho buen cine, si se quiere.
Dejando a un lado el paralelismo que demasiados medios se han encargado de subrayar y subrayar, con la excelente serie de televisión ‘True Detective’ (id, Gary Fukunava, 2014), que es como comparar dos westerns porque en ambos hay caballos, las referencias de ‘La isla mínima’ son múltiples sobre dentro del Film Noir, del que Rodríguez se declara tan fan –algo que puede verse con claridad en sus dos últimos trabajos, los mejores−. Si uno de los más evidentes es el también indispensable ‘Memories of Murder’ (‘Salinui chueok’, Bong hon-jo, 2003), las referencias, señaladas por el propio director, hacia una de las obras maestras de John Sturges son sensacionales.
La investigación que dos policías llevan a cabo en la España de 1980, con claras referencias a casos reales, como el de las niñas de Alcásser, se empareja con la investigación de Spencer Tracy en el film de Sturges. El caso va dando paso a una soterrada denuncia, en aquella los campos de concentración en suelo estadounidense, en ésta los rastros de una recién salida dictadura, que aún a día de hoy envenena el cerebro de alguna gente. El código de silencio del pueblo no es más que un miedo arrastrado a lo largo de los años, y la amenaza invisible toma forma en personajes como el de Jesús Castro, más aprovechado que en ‘El niño’ (id, Daniel Monzón, 2014).
Pero las referencias a otros títulos, más conocidos o no, y que sirven para disfrutar de la enorme experiencia de Rodríguez como espectador, encuentro la mayor virtud en la forma, que al final hace el fondo, de un thriller de poco más de hora y media de duración, en unos tiempos en los que parece que las películas deban durar más de dos horas por ley. La enorme capacidad de síntesis de Rodríguez, tanto en el guion como en la impecable puesta en escena me hace recordar los thrillers de los 50 a cargo de Don Siegel, auténtico maestro en el montaje de sus films, y que incluso en los 70 seguía gozando de la misma virtud. Rodríguez no se contenta con la cita cinéfila, la viste de ritmo, síntesis, como antaño, con los medios de hoy.
No hay un solo detalle técnico que sobre, o esté exagerado en uso. La impresionante fotografía de Alex Catalán alcanza su máximo esplendor en esa tomas aéreas digitalizadas e inspiradas en fotografías de Héctor Garrido, que muestran una paisaje laberíntico en el que la verdad parece escabullirse delante de nuestras narices, como en esa persecución nocturna de un coche que desaparece en la densa lluvia llevándose consigo un trozo de esa verdad que se busca —y que coqueta con el fantastique, como en algún que otro instante—. Lo mismo con la minimalista música de Julio de la Rosa, y que por momentos parece evocar al John Carpenter más inspirado.
Raúl Arévalo, en el que para mí es el mejor papel de su carrera, casi siempre asociada a la comedia, y Javier Gutiérrez, encabezan un excelso reparto en el que nadie sobra ni falta, demostrando un feeling fuera de lo común. Dos policías totalmente diferentes con distintos pasados, en un descenso a los infiernos tan deslumbrante como terrorífico, en el que para atrapar y vencer a lo que parece un demonio invisible, hay que convertirse, o haber sido, uno de ellos. De gran coherencia el personaje de Gutiérrez, que resolverá la situación haciendo lo que mejor sabe hacer.
Sólo un demonio puede salvarnos de otros demonios, sólo alguien que ha tenido demasiada sangre en sus manos puede pensar como el más sanguinario asesino de niñas. La salvación gracias a la sangre derramada por uno de los monstruos de nuestro vergonzoso pasado. La verdad que se escabulle entre los muertos. Determinadas cosas nunca verán la luz, y se perderán en la memoria de un país que avanza a trompicones, escondiendo sus crímenes. Porque hay ciertas cosas que nunca sabremos, y tal vez, sólo tal vez, sea mejor así.
Una obra maestra.
Alberto Abuín (blogdecine.com)
CRÍTICA 3
¿Podríamos a estás alturas hablar ya de una nueva hornada de cineastas andaluces?. ¿Estamos ante un Nuevo Cine Andaluz como durante los 90 tuvimos uno vasco a manos de gente como Juanma Bajo Ulloa, Daniel Calparsoro, Álex de la Iglesia, Julio Medem o Enrique Urbizu?. ¿Son cineastas como Miguel Ángel Vivas, Paco Cabezas, Santi Amodeo o el Alberto Rodríguez que nos ocupa la nueva esperanza del celuloide ideado por directores nacidos en el sur de España?. Posiblemente la respuesta a todas esas cuestiones sea un rotundo sí. Films como la brutal Secuestrados, la entrañable y espídica Carne de Neón o la tierna y marciana Cabeza de Perro comenzaron a dar muestras de una savia nueva de origen sureño con ganas de contar historias con genuino aroma español sin tirar de clichés autóctonos e incluso abordando de manera crítica estos últimos cuando en alguna ocasión han decidido parar en ellos. El nombre de Alberto Rodríguez comenzó a darse a conocer en algunos círculos de cine independiente español con una obra como El Factor Pilgrim en la que compartía labores de realización con su amigo, el ya mencionado Santi Amodeo. Dos años después rodó su primera película en solitario, la poco conocida El Traje, pero no sería hasta 2005 que diera un considerable puñetazo en la mesa con aquel inesperado éxito llamado 7 Vírgenes, protagonizado por unos inspiradísimos Juan José Ballesta y Jesús Carroza, que hacía un retrato tan duro como naturalista de los barrios más bajos de Andalucía. Tras ella llegó la no muy publicitada After Party que narraba una noche de exceso veraniego repleta de alcohol, sexo y drogas con protagonistas como Guillermo Toledo, Tristán Ulloa y Blanca Romero.
Pero fue en 2012 cuando Alberto Rodríguez nos regaló la que hasta ese momento era su mejor obra. Aquella nihilista revisión del cine policíaco a lo Sidney Lumet pasado por un tamiz puramente ibérico en el que se nos relataban los hechos reales de las andanzas de un grupo de policías sevillanos que campaban a sus anchas en la capital andaluza “limpiando” las calles de “indeseables” para que unos políticos “preocupados” porque la Exposición Universal de 1992 estuviera exenta de cualquier tipo de problema o disturbio pudieran dormir tranquilos mientras un equipo de supuestos defensores de la ley ponían en práctica métodos propios de gangsters. Mario Casas, un enorme Antonio de la Torre o secundarios como Joaquín Núñez, José Manuel Poga, Inma Cuesta, Julián Villagrán o Alfonso Sánchez conformaban el reparto de una de las mejores películas patrias de aquel 2012.
La Isla Mínima es la evolución natural de Grupo 7, otro policíaco noir con un reparto de actores entregándose hasta lo indecible y un trasfondo social y político que hace un retrato tan desolador como necesario de una época turbulenta de un país como España y una comunidad autónoma como Andalucía, tierra (la del cineasta y también la de un servidor) que guarda muchos esqueletos en su armario y a la que el director sevillano ha querido volver para narrar de nuevo un trhiller magistral con algunos de los momentos más potentes del cine español reciente y un puñado de las interpretaciones más conseguidas vistas en años dentro de la producción patria. El resultado no sólo es la mejor película (con mucha diferencia) de Alberto Rodríguez sino también una de las obras cinematográficas más interesantes y completas de este 2014 al que le quedan pocos meses para abandonarnos.
Una atmósfera y dos protagonistas que remiten a True Detective, un punto de partida y algunos apuntes que nos llevan de Twin Peaks (esos pájaros que se le aparecen al personaje de Javier Gutiérrez son puro David Lynch) a Forbrydelsen/The Killing pasando hasta por la meritoria miniserie española Punta Escarlata (producto para la pequeña pantalla que comparte muchos puntos en común con la obra que nos ocupa). La trama la hemos visto cientos de veces: Dos policías de la capital viajan a un pueblo andaluz a investigar la desaparición de dos chicas de la zona que finalmente son encontradas brutalmente violadas y asesinadas. Allí se mezclaran con la fauna local para intentar desentrañar el crimen, pero entre pistas y falsos culpables encontrarán secretos a voces y actos inenarrables llevados a cabo por personas sin rostro o identidad.
La Isla Mínima es una de esas películas que desde su primera imagen ya sabemos que está rematada por un profesional que es consciente completamente lo que está haciendo y cómo debe hacerlo. Esos planos cenitales a vista de pájaro, acariciados por la excelente e intimista partitura de Julio de la Rosa, que retratan marismas que parecen lóbulos cerebrales y que el realizador irá utilizando a lo largo del metraje para acentuar la pequeñez de esta historia tan mínima como la isla que da título al film, afirmándonos que asesinatos como los de Ángela Y Carmen se sucedían, suceden y sucederán en España por centenares, son un toque de aviso para avisarnos que vamos a asistir a toda una lección de cinematografía de altos vuelos, ya que el salto de calidad en el trabajo de Alberto Rodríguez con respecto a su obra inmediatamente anterior es sencillamente enorme y con Grupo 7 hablábamos de una obra soberbiamente rodada, con una puesta en escena llena de nervio y una dirección de actores brillante.
Pero la última película del cineasta sevillano juega en otra liga, aquí el centro no son los enormes personajes a los que dan vida nos Raúl Arévalo y Javier Gutiérerrez a los que no se puede hacer justicia con palabras (sobre todo al segundo, lo suyo no tienen nombre) ni siquiera la investigación del caso del doble asesinato, ya que uno de los logros más grandes de los creadores del largometraje es que en ocasiones nos implicamos tanto con la narración que saber quién está detrás del crimen es lo que menos nos interesa. Aquí lo que realmente mueve la historia gracias al intachable y complejo guión del mismo Alberto Rodríguez y su habitual colaborador, Rafael Cobos, es el contexto histórico, aquel 1980 en el que una joven y todavía débil democracia trataba de abrirse paso entre esperanzas y sueños, muchas veces, sepultados por la furia y la amenaza heredadas por 40 años de aislamiento político y social.
Porque si en Grupo 7 la crítica lectura política del largometraje se encontraba adherida tangencialmente a la historia que Alberto Rodríguez y Rafael Cobos nos narraban, en La Isla Mínima la misma es la que bascula todo el entramado central de la historia. Aquella época del posfranquismo se puede palpar en la atmósfera fantasmal del pueblo, en las moscas que revolotean alrededor de las casas, en las caras de tristeza asumida años ha de los ciudadanos, todo localizado en unos días inciertos en los que el mínimo gesto, el más pequeño movimiento, podía hacer volar por los aires los intentos porque aquellas dos Españas no volvieran a enfrentarse. Las sombras de la dictadura sobrevuelan toda la localidad donde Estrella y Carmen han perdido la vida de manera descarnada, un lugar donde el tiempo parece haberse detenido, donde los señoritos y terratenientes siguen haciendo lo que les viene en gana con los más desfavorecidos, como si aquello que nos contaran, Miguel Delíbes primero y Mario Camus más tarde, en Los Santos Inocentes fuera extrapolado a una trama detectivesca de aire asfixiante, calor húmedo y naturaleza siniestra.
Los espéctros de aquella dictadura habitan en el cuerpo menudo de un Javier Gutiérrez al que por fin le han dado el papel protagonista que llevaba años mereciendo. La oportunidad no se puede decir que la haya desperdiciado y por ello se ha llevado la concha de plata al mejor actor en el pasado festival de San Sebastián. Policía violento, de métodos expeditivos, alcohólico, al que con sutiles pinceladas el guión nos perfila como un hombre de talento desperidiciado (esa libreta llena de dibujos) que supuestamente sirvió a las órdenes del régimen y que el actor asturiano llena de gestos, matices, miradas y una verdad doliente que atraviesa la pantalla en favor de una empatía compartida con el espectador que nos causa tanto rechazo como atracción. La réplica se la da un no menos apabullante Raúl Arévalo que muestra la otra cara ideológica de las fuerzas de la ley, la que contesta a sus superiores y no acepta ordenes así como así, pero la personalidad vírica de su compañero calará tan hondo en su psique que en ocasiones le veremos como su más que posible heredero, pareciendo ambos los hijos de un mismo desarraigo.
La Isla Mínima es una muestra del mejor cine que se puede hacer en España y la más digna heredera de la soberbia adaptación Ladislao Vajda hizo de la novela El Cebo del novelista Friedrich Dürrenmatt. Adentrándonos en el thriller de género, pero sin olvidar el compromiso que siempre ha caracterizado a nuestra producción fílmica, Alberto Rodríguez consigue una pequeña obra maestra que poco tiene que envidiar a largometrajes policíacos de Estados Unidos, Francia o Italia, que aúna un equipo técnico totalmente cohesionado (la dirección de fotografía de Álex Catalán casi podríamos decir que tiene vida propia) y un dúo de actores con las espaldas bien cubiertas por unos secundarios (como un magnífico Antonio de la Torre, un competente Jesús Castro, un carismático Manolo Solo o la revelación dramática en la piel del actor cómico y monologuista Salvador Reina entre otros) que inyectan calidad a todos y cada uno de los fotogramas que pueblan el largo.
Alberto Rodríguez apela a la narración fluida, al entretenimiento de calidad, a hacer que el espectador piense y reflexione mientras se retuerce en la butaca con las pocas glorias y muchas miserias de sus dos antihéroes protagonistas. El cineasta sevillano nos vuelve a retratar la Andalucía profunda, la enraizada en la tierra moribunda, la que tenía la violencia a flor de piel, la que formaba parte de una España que no está tan alejada en el tiempo como quisiéramos pensar y que por desgracia cada vez se parece más a la de hoy. Sin adoctrinar, si brocha gorda, pero con rabia y sin temblarle el pulso el director de Grupo 7 afirma que no nos olvidemos de aquellos que, al morir el dictador, y después de haber matado y torturado en nombre de un país “grande y libre”, abrazaron la democracia como si la hubieran defendido desde siempre yéndoles la vida en ello, ni de aquellos que les necesitaban para hacer el trabajo sucio independientemente del lado del espectro político en el que se encontraran.
Juan Luis Daza (zonanegativa.com)
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